La vida (al menos la mía) está
llena de pequeñas cosas, de cosas simples, tal vez insignificantes. No hay
grandes cosas que contar. La logística diaria con los peques, el trabajo, los
planes para el fin de semana. Siempre me ha gustado pensar que son esas cositas
las que diferencian una vida de otra. Los detalles despiertan una caricia,
hacen estallar una risa o por el contrario te llenan los ojos de lágrimas o dejan
un sabor amargo en el recuerdo.
Pero las pequeñas cosas no son
emocionantes, ni dan para conversaciones super interesantes. Son aburridas la
mayor parte del tiempo e incluso tediosas para mucha gente. Son, simplemente,
la vida diaria.
Dejar de cuidar los pequeños gestos
de cada día, pasar por alto los temas más cotidianos, nos deja mesas en restaurantes
llenas de parejas que comen juntas pero cada uno con su móvil, escribiendo
mensajes a otros amigos (u otras parejas), teatros llenos de espectadores que
no dejan de mandar whatsapps, familias enteras delante de la tele sin conversación.
Olvidar los pequeños detalles
nos deja silencio.
Un silencio que molesta, que hay
que llenar con ruido ajeno, que hiere, que levanta muros de cristal, que
distancia.
Recuerdo que cuando aún comenzaba
la relación con quien es hoy mi marido volvíamos de una excursión de la sierra
una noche de sábado en el coche, en silencio, escuchando la radio bajita,
mirando la carretera oscura. Aunque apenas habíamos salido un par de veces, yo
pensaba, con esta persona puedo vivir el resto de mi vida. Porque estos son los
silencios que quiero tener. Silencios tranquilos, llenos de caricias y miradas
cómplices.
El silencio elegido puede ser
maravilloso, el silencio impuesto puede ser demoledor.
Quiero llenar mi vida de
silencios con mayúsculas. No creo que pudiera aguantar ser una de esas familias
que comen delante de la tele cada uno con su móvil, mientras cuentan las
pequeñas cosas de su vida por whatsapp a otros que no están sentados a la mesa.
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